Bolivar Hernandez*
Desde muy joven me dio por escribir correctamente, con previas consultas a los diccionarios de la lengua española, y descubrí tempranamente que los sinónimos no existen, sí son términos parecidos en su significado, pero nada más; cada palabra tiene un sentido específico y único.
Debí haber estudiado lingüística, otra rama de la antropología, pero escogí la etnología y me encantó.
Pero la vida me recompensó más tarde con mi hija Gabriela, quien estudió lingüística y es una destacada profesional en su campo, aparte de ser políglota.
Por mi padre me hice un fervoroso enciclopedista al estilo de los franceses, mi sed de saber era inmensa, para ello abrevaba en las enciclopedias de la biblioteca de mi casa, principalmente leía la Enciclopedia Británica.
Gracias a mi buen decir y escribir
Pude incursionar con éxito en el periodismo escrito y radiofónico en México, y posteriormente en la literatura, donde estuve asistiendo a diversos talleres literarios de Bellas Artes, desde 1970.
Muy pronto descubrí el cuento corto como una posibilidad válida de expresión literaria, gracias a muy buenos maestros en esa especialidad como Orlando Ortiz, recientemente fallecido.
Años después, me convertí en coordinador de talleres de cuento corto en Ciudad de México, Guanajuato, Querétaro y ciudad de Guatemala.
En uno de los talleres de cuento corto que dirigía en la colonia Condesa, de CDMX, tuve un nutrido grupo de talleristas, promesas literarias, con los que produje varios libros antológicos de cuentos de mis alumnos.
Simultáneamente a mi labor como conductor de los talleres de cuento corto, yo seguía produciendo cuentos cortos y armando mis novelas cortas también.
En uno de estos talleres de cuento corto, tuve una alumna muy destacada por su imaginación desbordada, Carolina se llamaba, ella escribía muy bien, sin duda.
Periódicamente se convoca a participar en concursos literarios desde diversas instituciones de cultura, y muchos acuden gustosos a enviar sus cuentos, novelas y poesías, según sea el caso.
Me he rehusado toda la vida a participar en toda clase de concursos literarios, por ser muy amañados y contar con jurados poco idóneos y nada éticos, donde impera el amiguismo.
Sin embargo, he aceptado participar como jurado literario, donde comprobé lo dicho anteriormente, ya que los ganadores se conocen de antemano por influencias de los jurados, y eso es un juego de simulaciones, y decidí no volver a prestarme a esos juegos desaseados.
Un día cualquiera
Leo en el periódico el anuncio de Bellas Artes, dando a conocer a los ganadores del concurso de cuento corto de ese año. Y observé, azorado, que la ganadora era mi alumna del taller de cuento corto que yo coordinaba, Carolina, pero con un cuento corto mío, el cual plagió íntegramente, hasta en el título.
Obviamente, ella se hizo ojo de hormiga y desapareció de mi radar. Fui gloria nacional en el certamen de cuento corto de ese año, sólo que la que recibió el premio en metálico y el diploma, fue la desvergonzada Carolina.
Durante la pandemia de coronavirus que duró más de dos años, inicié una producción de cuentos cortos para aliviar el confinamiento de mis amigos y seguidores en Facebook, y he publicado ya más de 600 cuentos cortos y sigue la mata dando, a pesar de que la pandemia casi desapareció y nos quitamos la mascarilla y andamos ya a rostro descubierto.
Si me van a plagiar un cuento publicado, al menos que me den el crédito correspondiente, ¡dinero no!
*La vaca filósofa.